miércoles, 29 de septiembre de 2021

Notas sobre la filosofía del amor

Para Yadi

Hablar de filosofía es difícil. Los filósofos mismos no se ponen de acuerdo en su definición: si le preguntas a varios de ellos acerca de qué sea la filosofía y cuál es su labor, alguno te dirá que es una contemplación, otro más que es una práctica, aquel otro un cambio del mundo, o un vivir acorde a la naturaleza, o a Dios, que puede (o no) ser lo mismo, y no faltará el que te diga que en realidad no es nada (o mejor dicho, es nada), que mejor es acabar con ella. Considero que sólo hay un tema más difícil que la filosofía, y ese es el amor. Y no es una mera intuición, puedo decir que es un hecho constatado: la filosofía significa amor a la sabiduría, (la palabra griega φιλοσοφια incluye el término φιλειν, que implica amar con un amor puro, un amor de amistad). Es por ello que el tema del amor es eminentemente filosófico, constituye, por decirlo con propiedad, la esencia misma del filosofar. Por ende, hablar de la filosofía del amor implica tratar de decir algo sobre el amor a la sabiduría del amor. Y, aunque curioso, esto es más que un simple juego de palabras. 
Hablemos entonces del amor. Decía Ortega y Gasset que tenemos poco conocimiento sobre la política y el amor, porque todos hablamos de ellos como si fuéramos expertos en ambos temas. Creo que Ortega daba en el punto: en la sociedad actual se repite tanto la palabra amor que muchas de las veces pierde su sentido. No se trata, claro está, de hacer un análisis meticuloso y conceptual sobre una de las experiencias más sublimes del ser humano: la lógica no tiene que acotar sin más al amor, pero tampoco podemos decir simplonamente que el amor se encuentre en el plano de lo totalmente otro que la razón. Aunque pictóricamente nos representemos la constante lucha entre la fría razón y el anhelante corazón, debemos remontar los cauces y reconocer que ambos proceden de la misma fuente: la persona humana. 
Cuando alguien ama, desea. El deseo es una tendencia inscrita en el ser humano, y deseamos distintas cosas y personas porque naturalmente somos seres limitados, necesitados e indigentes. El amor, decía Platón, es hijo de poros (el recurso, la oportunidad) y penia (la necesidad, la pobreza). Claro que se pueden desear muchas cosas de distinta índole, y esto no constituye sin más que amemos a las cosas, y aquí cabe una aclaración de prioridad de las palabras: todo amor es un deseo, pero no todo deseo es amor. 
El amor en propiedad se da entre personas, porque la necesidad antes descrita no puede saciarse con las cosas, que sólo pueden brindarse a sí mismas, pero nunca dar el reconocimiento al amante. Para que exista un ser amante, se requiere de una persona amada, porque se requiere de reciprocidad. Este carácter relacional del amor es el que considero fundamental, puesto que podemos ahondar en este acontecimiento maravilloso del amor a partir tan sólo de las relaciones que establece. Pongamos un ejemplo para establecer los términos de la relación: existe una actividad animal que se llama sensación, ésta se produce cuando algún sentido (sujeto) capta activamente alguna cualidad sensible (objeto) y entre ambos surge la sensación (actividad relacional).  El ojo que contempla la luna, el olfato que capta la fragancia de la flor, etc., denotan tal encuentro, tal correlación fundante, puesto que no existe sujeto sin objeto, mirada sin paisaje, olores sin olfato. 
Así pues, la relación amorosa establece los mismos términos: el sujeto amante, la persona amada, y la correlación misma que es el amor. La diferencia se encuentra, por supuesto, en el carácter activo y pasivo de la relación, y en la cuestión fundamental de la reciprocidad. Abundo en esta distinción. Una persona que ama está ejerciendo una actividad: amar; que es distinto de ser amado, pues ésta es una actitud pasiva. Puede suceder -y sucede tan frecuentemente que ya se ha convertido como el tema novelesco y telenovelesco por antonomasia- que existan amores no correspondidos, en donde sólo se lleva a cabo una relación amorosa de una sola vía: el amante que ama infructuosamente a su ser amado. Pero lo dichoso del amor personal es precisamente la reciprocidad. En el ámbito de lo humano el otro siempre representará un espejo incompleto: el otro es un yo que no soy yo: el otro es un objeto para mí, pero yo soy, a la par, objeto de ese sujeto. La reciprocidad del amor implica que el amante se transfigure en amado y viceversa, a eso aspira el verdadero amor que se nutre y reproduce cuando dos personas se aman.
Aún más, el amor intenta la con-fusión de los amantes; esto se puede ver desde el beso, pasando por el acto sexual, y llegando incluso a una unidad que va más allá de lo estrictamente físico. El amor une en una clase de unidad que fusiona, en tanto que el odio separa hacia la individualidad que divide; esta es una idea que un filósofo griego, Empédocles de Agrigento, atribuía a todo el cosmos. De esta idea del amor que une proviene la famosa representación de la media naranja, de sabernos necesitados como individuos, pero sentirnos plenos, como complementados, en el amor. Pero el uno que constituyen los dos que aman busca, aunque sea por un breve instante, la total unión con el otro: ser la misma mente, latir con el mismo corazón, ceder su nombre y ser el otro y dejar de ser sí mismo. Por ello Octavio Paz describió adecuadamente al amor en un poema eterno, por vigente:

“amar es combatir, si dos se besan
El mundo cambia, encarnan los deseos
El pensamiento encarna, brotan alas
En las espaldas del esclavo, el mundo
Es real y tangible, el vino es vino,
El pan vuelve a saber, el agua es agua, 
Amar es combatir, es abrir puertas,
De ser dejar de ser fantasmas con un número
A perpetua cadena condenado
Por un amo sin rostro; 
El mundo cambia 
Si dos se miran y ser reconocen
Amar es desnudarse de los nombres […]”

Ese desnudarse de los nombres es dejar de ser uno mismo, libre de las ataduras del yo, y siendo libres con, en y por la persona amada. 

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